Transfigurar el amor propio: liberar el alma A veces nuestros proyectos espirituales nos alejan de nuestra comunión interior. Nos volvemos adictos a los métodos y proyectos de la psicología y la religión. Estamos tan desesperados por aprender a ser que nuestra vida pasa y descuidamos la práctica de ser. Uno de los aspectos jubilosos del intelecto celta es su sentido de la espontaneidad. Ésta constituye uno de los mayores dones espirituales. Ser espontáneo es huir de la jaula del amor propio al confiar en aquello que lo trasciende. El amor propio es uno de los mayores enemigos de la comunión espiritual. Tiene poco que ver con la forma verdadera de la individualidad. Es un yo falso, nacido del miedo y una actitud defensiva, una coraza protectora que erigimos en torno de nuestros afectos. Es un producto de la timidez, de la incapacidad de confiar en el Otro y respetar la propia Alteridad. Uno de los mayores conflictos en la vida es el que se libra entre el amor propio y el alma. El amor propio, por sentirse amenazado, es competitivo y tenso; por el contrario, el alma se siente atraída por lo sorprendente, espontáneo, nuevo y fresco. Evita lo cansado, gastado o repetitivo. La imagen del manantial que brota de la costra dura del suelo revela la frescura que puede brotar súbitamente del corazón dispuesto a las nuevas vivencias.
No hay programas espirituales En nuestra época hay una gran obsesión por los programas espirituales. Éstos tienden a ser muy lineales. Imaginan la vida espiritual como un viaje con una serie de etapas. Cada una tiene su propia metodología, negativismo y posibilidades. Semejante plan suele convertirse en un fin en sí mismo. Arroja sobre uno el peso de su propia presencia natural. Un plan así puede dividirnos y separarnos de lo más íntimo de nuestro ser. Se abandona el pasado por irredento, el presente se utiliza como punto de apoyo de un futuro que promete santidad, integración o perfección. El tiempo, al ser reducido a un progreso lineal, es despojado de presencia. El místico del siglo XIV Juan Eckhart, llamado Maestro Eckhart, revisa drásticamente el concepto mismo de proyecto espiritual. Según él, no existe la travesía espiritual. Es una idea algo escandalosa, pero vivificante. Una travesía espiritual, si existiera, tendría unos centímetros de longitud y muchos kilómetros de profundidad. Estaría en consonancia con el ritmo de tu naturaleza profunda y tu presencia. Esta sabiduría nos reconforta. No tienes que alejarte de tu yo para entrar en conversación con tu alma y los misterios del mundo espiritual. Lo eterno tiene un lugar... dentro de ti.
Lo eterno no está en otra parte; no es remoto. No hay nada tan próximo como lo eterno. Lo dice la bella frase celta: Tá tir na n-ógar chulán tí -tír álainn trina chéile-. "La tierra de la juventud eterna está detrás de la casa, una hermosa tierra contenida en sí misma". El mundo eterno y el mortal no son paralelos; están unidos. Así lo dice la hermosa expresión gaélica fighte fuaighte: "tejidos entretejidos".
Detrás de la fachada de nuestra vida normal, el destino eterno forja nuestros días y caminos. El despertar del espíritu humano es un regreso a casa. Sin embargo, irónicamente, nuestro sentido de lo conocido suele militar contra ese regreso. Hegel dijo que "una cosa sigue siendo desconocida precisamente porque nos es familiar". Es un concepto poderoso. Detrás de la fachada de lo familiar nos aguardan cosas extrañas. Así sucede en nuestras casas, donde vivimos, e incluso con las personas que viven con nosotros. El mecanismo de familiaridad introduce una gran insensibilidad en las amistades y otras relaciones. Reducimos la imprevisibilidad y el misterio de la persona y el paisaje a la imagen exterior conocida. Pero es una mera fachada. La familiaridad nos permite someter, controlar y en definitiva olvidar el misterio. Hacemos las paces con la imagen superficial a la vez que nos apartamos de la Alteridad y la fecunda turbulencia que ella disimula. La familiaridad es una de las formas más sutiles y penetrantes de alienación humana.
En un libro de conversaciones con Pedro Mendoza, Gabriel García Márquez dijo acerca de su relación de treinta años con su esposa Mercedes: "La conozco tan bien que no tengo la menor idea de quién es en realidad." Para Márquez, la familiaridad incita a la aventura y el misterio. Por el contrario, las personas más próximas a nosotros a veces se vuelven tan familiares que se pierden en una distancia sin estímulo ni sorpresa. La familiaridad puede ser una muerte discreta, una rutina que se prolonga sin ofrecer nuevos desafíos ni aliento.
Esto sucede también con nuestra vivencia de los lugares que conocemos. Recuerdo mi primera noche en Tu-binga. Pasaría cuatro años allí, estudiando a Hegel, pero esa primera noche la ciudad me era extraña y totalmente desconocida. "Mírala muy bien", pensé, "porque nunca volverás a verla así. Y así fue. Al cabo de una semana conocía el camino a las aulas, el comedor y la biblioteca. Una vez conocidas las rutas a través de esa tierra extraña, en poco tiempo se volvió familiar y dejé de verla tal como era.
Para muchos es difícil despertar al mundo ulterior, sobre todo cuando su vida se ha vuelto excesivamente rutinaria. Les resulta difícil encontrar algo nuevo, interesante o incitante en su existencia insensibilizada. Sin embargo, ya se nos ha dado codo lo que necesitamos para el viaje. Por consiguiente, hay mucho de insólito en la luz umbría del mundo espiritual. Debemos conocer mejor esa luz discreta. El primer paso para despertar a tu vida interior, a la profundidad y la promesa de tu soledad, sería que te consideraras momentáneamente un extraño en lo más profundo de tu ser. Visualizarte como un forastero, alguien que ha desembarcado en tu vida, es un ejercicio liberador. Esta meditación te ayuda a quebrar la llave de fuerza de la auto-satisfacción y la rutina. Poco a poco empiezas a intuir el misterio y la magia que hay en tí. Comprendes que no eres el dueño impotente de una vida insensible, sino un huésped de paso provisto de bendiciones y posibilidades que no pudiste inventar ni ganar.
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